Pero quienes están sujetos al abuso de
las multitudes carecen de todo consuelo externo. Es como si
toda la Humanidad los hubiese abandonado y fuesen víctimas
de una conspiración en la que participa toda la especie. Edmund
Burke - “Reflexiones sobre la revolución en Francia”
Puede que
sucediese a principios de 1994. Fui a visitar a un amigo recién
salido de la cárcel. Lo encontré contento, eufórico
como es de esperar en alguien que disfruta de su libertad
recién recuperada. Hablaba y contaba los pormenores
y anécdotas de su estancia en la cárcel con
el entusiasmo de quien narra ante un oyente incrédulo
las peripecias que le han ocurrido en un país remoto.
Más o menos eso era la cárcel para quienes nunca
había formado parte de su horizonte vital, hasta que
comenzamos a disentir públicamente del régimen
cubano, hasta que nos convertimos en disidentes.
El día en que a él lo detuvieron fue, por así
decirlo, un día como otro cualquiera. Habíamos
estado juntos en una entrevista con un periodista extranjero.
Al final, éste nos había pedido que uno de nosotros
dos lo acompañara a un lugar al que no sabía
bien cómo llegar. Yo me ofrecí y cuando ya casi
nos disponíamos a partir, mi amigo insistió
en ir él. En ese momento pareció una decisión
trivial. Dejé que fuera y cuando llegaron a ese lugar
lo arrestaron.
Los primeros meses de su detención fueron los más
difíciles. No sabía por qué lo iban a
juzgar, si lo pondrían en libertad a cambio de dejar
el país o le impondrían una condena casi de
por vida. Se rumoraba que el fiscal pediría para él
20 años de prisión. Sus captores jugaron todo
el tiempo con esa ambigüedad calculada. Un día
vinieron a buscarlo a su celda después de haberle dado
a entender que su liberación era inminente. Recogió
sus cosas y comenzó a andar alborozado por el pasillo
que debía conducirlo a la calle. Pero apenas hubo recorrido
unos metros el soldado que lo acompañaba abrió
otra celda y le ordenó entrar. No había sido
más que una treta para desequilibrarlo, “ablandarlo”
y destruir su resistencia.
No soporta el sistema cubano, que sus adversarios políticos
mantengan, incluso en la cárcel, el dominio de sí,
la coherencia moral y la dignidad que se supone en quien se
enfrenta a una dictadura totalitaria. En palabras del dictador,
éstos no son cubanos, ni siquiera personas, sino gusanos,
escorias, ratas. El sistema penitencial cubano los trata como
tales, procura su destrucción, convertirlos en guiñapos,
en seres incapaces de levantarse por sí mismos. Los
carceleros, cualquiera que sea su jerarquía, están
allí para eso. Tal vez si él se hubiera derrumbado
y llorado arrepentido, lo habrían liberado. No lo hizo
y eso prolongó el tiempo de cautiverio.
Y, sin embargo, mi amigo me habló bien del instructor
de su caso. Decía haber establecido con él algo
parecido a una amistad, hasta el punto de aseverarme que si
todo hubiera dependido del mencionado instructor, a él
nunca lo habrían juzgado y condenado a prisión.
Por azar presencié un breve encuentro entre ambos.
Caminábamos no lejos de su casa cuando vimos a un grupo
de uniformados entre los cuales avistó a su antiguo
carcelero. Al momento se acercó a saludarlo. Desde
la distancia me pareció notar una cierta frialdad en
respuesta a su saludo efusivo.
Refiere Primo Levi que cuando el tren que lo conducía
se detuvo en Auschwitz, el sólo hecho de que se tratara
de un lugar real con un nombre como otro cualquiera, les hizo
concebir en su desespero la esperanza absurda de que aquel
sitio fuese el fin del tormento. Algo parecido debe sentir
uno cuando en medio de la soledad, la angustia y la incertidumbre
de una detención arbitraria descubre que aquel a quien
finalmente se enfrenta tiene también un rostro humano.
Si hay un síndrome de Estocolmo, la Habana y Cuba también
cuentan con el suyo. Aún hoy percibo un poso de soledad
que sólo desaparece en presencia de aquellas personas
con cuyo afecto pude contar durante los meses en que, con
la denominación de Tercera Opción, intentamos
promover una nueva alternativa política y de reflexión
sobre la situación política y social en Cuba.
Es una secuela que supongo frecuente en quienes alguna vez
se han encontrado en una situación análoga a
la que entonces nosotros nos enfrentábamos. Nadie te
escucha, todos se van apartando hasta dejarte solo en tu enfrentamiento
con el régimen. El final es previsible y llega el momento
en que, perdida toda esperanza de que tu protesta alcance
resonancia alguna, ya sólo vives en la angustia de
saber cuando vendrán directamente a por ti.
La eficacia y la supervivencia de un régimen como el
cubano dependen en gran medida de su efectividad a la hora
de impedir cualquier mecanismo de solidaridad que pueda establecerse
con independencia suya. Hasta la compasión más
elemental o el amor filial de un padre hacia su hijo disidente
le produce una reacción paranoica y es motivo suficiente
para extender el castigo a quienes por una razón u
otra han decidido no abandonar a éste del todo a su
suerte. Es notorio que a tal respecto el régimen se
ha empleado a fondo. Pero también que no ha estado
solo en su empeño. Le bastó simplemente con
apropiarse y volver contra sus enemigos la fuerza de algunos
prejuicios colectivos: la noción de patria es hasta
hoy la que mejor se ha prestado a sus fines.
En la Cuba de Castro la imagen del disidente como traidor
a su patria caló hondo hasta tiempos recientes. Sólo
la evidencia del desastre colectivo ha mermado en algo la
eficacia del anatema. Miles o cientos de miles de cubanos
han conocido en carne propia lo que significaba aparecer con
ese sambenito a ojos de sus compatriotas: el repudio al apestado,
la indiferencia colectiva ante cualquier cosa que pudiera
acontecerle en la calle, en el mar, entre rejas, incluso si
le condenaban a muerte. Buena parte de sus compatriotas contemplaron
su drama, el suyo y el de muchos otros, con la indiferencia
de quien contempla lo que le sucede a un “gusano”;
así, cuando no participaron activamente en la aniquilación
del tenido por miserable.
Los cubanos son hoy no sólo víctimas de un dictador
y su camarilla, sino de las miserias aparejadas a un sentimiento
patrio que, con facilidad pasmosa, pudo ser manipulado para
suprimir las libertades y garantías del individuo ante
el poder político. La dictadura cubana ha tenido un
carácter plebiscitario y es un absurdo explicar el
actual estado de cosas a partir de la supuesta o real maldad
del dictador. Hasta el día de hoy éste sabe,
y mucho me temo que con razón, que su legitimidad popular
pasa más por el resultado del equipo de béisbol
nacional en una competición internacional que por el
hecho de que cientos de cubanos expíen condenas de
por vida en condiciones infrahumanas.
El hechizo que ejerce la noción de patria es tan poderoso
que ni siquiera los vapuleados en nombre de ésta se
atreven a romper con el sagrado tabú. Su actitud recuerda
con frecuencia la de aquellos herejes que en el momento de
subir a la hoguera aún confiaban su alma al Dios que
los había condenado, o a los presos del GULAG que daban
vivas al padrecito Stalin, que supuestamente nada sabía
de la descarga de fusilería que un segundo después
acabaría con sus vidas. Los que luchan por la democracia
no lo hacen sin las preceptivas reverencias al viejo tótem.
“La patria es de todos” repiten una y otra vez
en una letanía que busca más aplacar a la terrible
deidad que liberarnos de una vez por todas de su pernicioso
influjo para la convivencia.
Tercera Opción no se enfrentó a este problema
con suficiente claridad. Todavía no habíamos
padecido la aleccionadora soledad del disidente. La patria
seguía siendo la patria, aunque ésta no fuera
el concepto sesgado que ha llegado a ser con el castrismo.
Nos considerábamos patriotas y también revolucionarios,
y a la bizantina discusión sobre el verdadero sentido
de lo que es patria y lo que es revolución, pretendíamos
hacer una aportación que, como en toda discusión
bizantina, siempre aspira a ser definitiva. En nuestro caso
puede que también salomónica. Entre el sentimiento
demócrata y el revolucionario no apreciábamos
una disonancia o contradicción insalvable, sino más
bien una coherencia profunda. La deriva totalitaria de la
revolución no estaba inscrita en sus propios presupuestos,
sino que se trataba de una desviación corregible e
imputable a un hombre y sus adeptos. Los horizontes de libertad
de la revolución, así creíamos, apuntaban
a una sociedad más justa, pero también más
libre para el individuo, que la de una democracia liberal.
Evidentemente hicimos pasar nuestros deseos por realidades,
o cuando menos por posibilidades teórica y políticamente
factibles. Un punto de petulancia había en el intento.
No es muy difícil demostrar que la libertad a la que
apunta una revolución y una democracia, al menos en
su sentido moderno, son bien distintas. Más aún,
que una revolución como la cubana debe su pureza casi
arquetípica, y su momento de mayor entusiasmo, a la
radicalidad con la que hizo valer la división del cuerpo
social en contrarrevolucionarios y revolucionarios pero, sobre
todo y a la larga con mayor eficacia, la de patriotas y traidores,
sobre cualquier otra consideración de los derechos
del individuo. Es difícil imaginar cómo habría
podido desembocar en una libertad aún más amplia
para los cubanos, entendidos éstos en lo que son: individuos.
Pero se trataba de algo más que de un simple error
de apreciación por parte nuestra. Los discursos políticos
contra el régimen cubano, incluido el de Tercera Opción,
comparten con éste un mismo tabú, a saber, el
del mito de un pueblo cubano y de una patria que habría
de sobrevivir incólume a la ruina de la nación,
al sufrimiento causado no sólo en su nombre sino también
con su participación activa en muchos momentos cruciales.
Si se rompe ese tabú, y uno aborda directamente el
tema de la responsabilidad colectiva, se cae directamente
en el vacío. El sujeto inmutable, la patria o el pueblo
cubano, del que se predican y al que se dirigen las primeras,
segundas, y terceras opciones, quedaría en cuestión
hasta que se produjera una catarsis, un acto de autorreflexión
crítica cuyo alcance y resultados desconocemos, pero
sin el cual no se ve cómo se pueda dar satisfacción
a las exigencias mínimas de justicia y verdad que lo
que ha acaecido requiere. Sólo a partir de entonces
cabría proponer o construir un nuevo modelo político.
Tercera Opción no se planteó algo así,
pero lo vivido y presenciado en esos meses y años suscita
mis reflexiones de hoy.
Qué duda cabe que pensar y asumir, siquiera reflexivamente,
una realidad como ésta y al mismo tiempo oponerse al
régimen cubano equivale casi a un acto de suicidio
político. Para el disidente en Cuba supone admitir
que en su desproporcionado y desvalido enfrentamiento al poder
se ha quedado básicamente solo, que su destino no le
importa a aquellos por quienes supuestamente habla y se sacrifica,
que sus esperanzas de libertad pasan más por un acto,
una conmoción, que redima al pueblo cubano de algunas
de sus más caras creencias y prejuicios constituyentes,
que por una hipotética liberación de la férula
del dictador que le permitiría expresarse, tal y como
se supone, de verdad es. Ya lo ha hecho y la revolución
cubana es también su obra. No la de todos los cubanos,
sin duda, pero sí la de una mayoría suficiente
como para que el dictador aún hoy sepa cuando habla,
hace y deshace en nombre de la patria, que no actúa
como un mero usurpador. No lo es Fidel Castro, como tampoco
lo fueron Hitler, Mussolini, Stalin o Mao cuando hablaban,
hacían y deshacían en nombre de sus respectivos
pueblos. Es una verdad que quita el aliento pero no por ello
deja de ser menos verdad.
El hecho de que a estas alturas haya que competir con el dictador
en la lisonja a la patria por temor a que ésta acabe
dejándonos una vez más a sus pies (sí,
a los del “caballo”) no dice sino de la urgencia
de la labor. No cuesta mucho, ni precisa de grandes esfuerzos
teóricos comprenderlo. Basta con recordar el sistema
de delación institucionalizado a escala nacional, los
actos de repudio, el entusiasmo con el que se participaba
en cada campaña para construir el socialismo mientras
en las cárceles cubanas se podrían miles de
disidentes y otros millones dejaban de contar como padres,
madres, hermanos, hermanas, amigos, o simple y básicamente
como cubanos, porque se habían convertido, según
la jerga del régimen asumida con entusiasmo por el
“pueblo”, en “gusanos”, la prolongada
fascinación colectiva ante la política testicular
del llamado comandante en jefe, la reciente algarabía
nacional porque a un equipo de béisbol, confeccionado
al gusto del dictador, no le fuera tan mal en una competición
internacional, en contraste con la indiferencia colectiva
ante los cientos de cubanos que hoy purgan condenas de por
vida, o casi, por oponerse a los designios que el líder
máximo les ha deparado a los habitantes de la isla
de Cuba.
Cuentan que en un concierto se le escuchó decir a la
Lupe, “¡Ay! Cubita con lo que yo te quería
y lo mal que me has tratado. Vaya, pa’ Colombia.”
Y a continuación cantó La Guantanamera.
“Oh! You treat me so bad/ But You are so good/
And I love you so much”. Ni Billie Holiday, caballeros. 
|